De la primera parte, destaco “La Goulue”, cuando dice:
“La pequeña discurre por la lavandería. / Louise Weber se envuelve, bailando entre tejidos. / Tolouse Lautrec, Renoir, más tarde / levantarán su imagen del pincel / con sus ocres vivísimos y sus pálidos lilas”.
La capacidad descriptiva de la poeta es asombrosa y recorre salones, jardines, cuadros, todo queda en el cosmos de ese homenaje al hermoso París, pero el libro ahonda más y penetra en el tiempo, en sus oquedades, en los perfiles de lo que no se ha dicho o no se ha vivido. Páginas en blanco, que quedan en nosotros, rostros que se desdibujan, memorias que se deshacen.
Y es la memoria refugio, tiempo de las cosas verdaderas, pero también es soledad, tapiz del recuerdo. Dice en “De la memoria”:
“La memoria era verde y regresaba / a través de ese túnel del olvido. / Era un tejado amplísimo, un césped esparciéndose / que, a su tiempo, cubría / toda la soledad de lo lejano”.
Memoria que nos envuelve, que es monte, colina y paisaje. Porque la memoria siempre camina con nosotros, la paseamos por todos los rincones. Dolors Alberola lo sabe y nos deja un bello poema, tejido con el lienzo del tiempo.
Y se imagina a Cavafis, el poeta que iluminó Alejandría, lo hace en un poema titulado “Memoria de Cavafis”, de nuevo la palabra mágica, espejo donde nos vemos, pasos de baile por el salón, páginas cinceladas del recuerdo:
“Le recuerdo sentado junto a la cristalera, / la mirada perdida, tal vez en el paisaje / que, ancestral, asolaba la galerna / y él, entonces, huía por la estancia, / recorría, uno a uno, los lomos de los libros, / y pasaba las horas cansinas del crepúsculo / envuelto en esa música –era el Réquiem / de Mozart-”.
Y es el lenguaje que crece, como la savia de la tierra, que germina como una flor y que Dolors Alberola lo riega de palabras, lo acaricia con el lenguaje original. Hay un afán en la poeta valenciana de hacer del lenguaje algo más que un universo ya visto, quiere ser asombro, desvelo, iluminación.
Pero convive en el libro el amor que respira y que no tiene género, es un amor incondicional al cuerpo, al otro ser. Como en las novelas de D. H. Lawrence, Dolors Alberola abre su universo de conocimiento, porque sabe que el sexo es lenguaje, es descubrimiento y que, piel junto a piel, los cuerpos hablan.
Escribe el poema “Primer conocimiento de la otra” que me parece tan hermoso cuando dice:
“Te he sentido en mi piel y, más adentro, / en el hondo perfil de mi osamenta / y me he dicho imposible atender a tu amor. / Cómo iba a amarte, directamente así, / sin memoria de nada, sin raíces, / sin esas duras normas / que nos vienen marcando desde niñas”.
El no saber del otro, como le dice Brando a María Schneider en El último tango en París, donde no hay pasado ni recuerdos, ni personas amadas, solo dos cuerpos frente a frente. Y, en el final del poema, los pechos que se elevan hacia el amado, bella imagen, donde entendemos que los cuerpos hablan, al tocarse, dialogan al besarse, son conocimiento puro y verdadero.
“Vivir para amarte y no saberlo”, dirá en el poema “Cuando aún no sabía”, porque todo amor es un sueño, un enigma, una luz que emerge del mundo onírico.
Este libro es una joya, porque penetra en el ser humano, nos habla de manos, de cuerpos, de ciudades, de amores y de memorias, todo ello para dejar claro la belleza poética de Dolors Alberola, una poeta de prestigio que sigue demostrando la enorme textura de sus palabras, que pintan el paisaje y nos leen cuando leemos. Todo un logro el universo interior de Dolors Alberola.