La indiferencia vital hecha libro. No cabía en otra canción
Autor: Dany Rodway
Publicado en Diario Bahía de Cádiz 13 de abril de 2018
“El mundo es un lugar extravagante habitado por personas desorientadas, que se desenvuelve dentro de una previsible rutina”. Esta sentencia aparece en algún rincón de ¿De dónde vienen las canciones tristes?, libro de relatos firmado por el gaditano Alberto Rodway (Cádiz, 1975) y publicado a principios de año por la editorial isleña Dalya que irremediablemente te hace rememorar aquel “monotonía de lluvia tras los cristales”. Es más, y esquivando todo el trasfondo de este verso machadiano, apenas hay sol entre estas páginas regadas de borrascas.
No es una obra sencilla de digerir, aunque por el contrario se lee con facilidad, se engulle. Prosa “ágil y actual”, se vende en la sinopsis. Sus catorce relatos breves comparten ADN, en este sentido, con las canciones de Detergente Líquido, la banda de pop en la que el propio Rodway está involucrado como covocalista, guitarrista y autor de los temas; unos temas cuyos ritmos y melodías agradables y pegadizos chocan con el existencialismo y desnorte que desprenden sus letras densas y cotidianas, nada comerciales, incómodas para sonar en radiofórmulas tras los grandes éxitos de Los caños o de Andy&Lucas. Como muestras: “todos diferentes e igual de perdidos / Confundir pereza con nihilismo / se hace habitual, es lo más natural. / Ni está bien, ni está mal, una cosa normal”; “quizá es que pienso demasiado / quizá es que pienso más que nadie / quizá pensando me hago daño / quizá pensando se hace tarde”; o “pero por más que escarbo entre tanta ruina no encuentro / nada más que las respuestas del Trivial”.
Para que haya respuestas, primero se deben hacer preguntas. Y este libro, directa o indirectamente, rebosa de ellas (véase el epílogo, a modo de colofón interrogante, por supuesto, sin aportar soluciones ni esperanza de haberlas). Catorce historias y/o escenas, algunas más cortas que otras (más consistentes las dos extensas, ‘Salgo a la calle’ y ‘Reptando bajo la lluvia’), que en esencia son una: personajes de andar por casa, solos aunque no lo estén, cobardes y hastiados, sin rumbo que se dejan llevar por la corriente (o a contracorriente), que pasan sus días masticando un eterno retorno ordinario y asfixiante que va a ningún lado.
Pensaba que era más sano comer verdura, y lo hacía, aunque no disfrutaba con ello. Lo hacía, aunque no disfrutaba con ello. John pensó que esa frase la podría aplicar al ochenta por ciento de su vida. Al noventa por ciento de su vida… (…) La gente caminaba hacia delante, hacia atrás o daban vueltas sobre sí mismos, pero siempre apretando el paso para llegar donde quiera que fuesen. John pensó que no iba a ningún sitio. Simplemente estaba allí. Caminando.
Como en el mito de Sísifo, protagonizan las historias hombres y alguna mujer (casi todas en primera persona, pero incluso las escritas en tercera no pierden del todo el ‘yo’) que es fácil imaginarlos ciegos y empujando ad eternum una roca hacia la cumbre, que vuelve a caer. El absurdo vital, un aburrimiento existencial que contagia la misma estructura de varios de los relatos, sucediéndose los hechos/pensamientos de forma repetitiva; e insistentemente recurriendo al humor ácido, cínico, amargo, grotesco, absurdo, un barniz a tanta resignación, estoica por momentos. Hasta las descripciones de acciones, personas o cosas se hacen tediosas, a veces.
Extremadamente autobiográfico, llegando incluso a la pornografía mental (o quizá la propia experiencia y su contexto solo son el punto de partida para componer estas secuencias ficcionadas e hiperrealistas, tanto que en ocasiones se pasan a la acera del surrealismo), ¿De dónde vienen las canciones tristes? podría considerarse un anti-libro de autoayuda. No busca complacer al lector, enseñarle un camino a seguir. Todo lo contrario, la cotidianidad que respira supone colocarle ante un espejo de comeduras de coco, esas que la ‘vida moderna’ y el capitalismo (entreteniéndote, drogándote, explotándote o manteniéndote al límite de la supervivencia) hacen que trate de guardar al fondo del cajón, que no tenga tiempo para ser consciente de su efímero y caduco paso por este mundo. Su sinsentido. Debe ser complicado mercantilizar una no-vida, esa que “carece completamente de instrucciones de uso”.
Y todo eso lo hace involuntariamente, ya que el propio autor reconoce que los textos ahora compilados “escritos exclusivamente para mí, hace ya tiempo, y no sé muy bien por qué me puse a hacerlo”, fueron en su momento un ejercicio íntimo de ayuda a “racionalizar las ideas de manera inconsciente, a resumir problemas y a comprender y fijar conceptos”, una especie de “masturbación literaria”.
Hoteles, putas y puteros, alcohol, lluvia y más lluvia y más lluvia, soledad, alexitimia, incomunicación, desgana, sordidez, partidos de fútbol de Segunda… cohabitan en estas páginas, sordas a lo políticamente correcto, con chuminos, gargajos procelosos, bocadillos de mortadela, ropa vieja y puchero, apios y berenjenas parlanchinas, y hasta la visita normalizada de un extraterrestre redentor, llamando al portón una noche de sábado cualquiera. Todo ello, con banda sonora, hay mucha música sonando de fondo, o al frente, o articulando algún relato. Música música (para el autor de estas narraciones, claro), y música comercial/industrial:
—Vaya pedazo de mierda de canción.
—Ya ves. Pues es el número uno.
—Pues habrá que ver el treinta y nueve. Pero si parece que la ha escrito un puto subnormal. O un rumano disléxico.
—No digas eso de los subnormales, hombre. Son capaces de mucho más que esto.
Alberto Rodway, ingeniero industrial de profesión (algo aparentemente tan poco conectado con la literatura o la música), con estos relatos/reflexiones en voz alta (y sus monólogos/diálogos) sin final o finales teñidos de insatisfacción (será que la vida nunca acaba bien), dignos de ser colocados para coger polvo en la estantería, a una distancia prudencial de obras de Kierkegaard, Dostoyevski, Sartre, Camus o el maestro Miguel de Unamuno, como en la mayoría de sus canciones (¿y estribillos?), comparte una sensación pesimista del vivir por vivir, una desesperanza presente (no tanto del pasado-infancia), que huye del futuro sin hacer nada entre tanto; como mucho alguna queja cínica y cobarde, desde lo particular a lo general, a la hipocresía social (“tenemos que participar en este gran engaño”). Sabe lo que viene, y vendrá. Se conforma, sin consuelos (salvo ¿la música y tocar?, ¿algún amigo? y, seguro, “tener la posibilidad de arrascarte un huevo tirado en la cama a media mañana cuando te apetezca”): “¿Y cómo sé si soy feliz? ¿Existe un felicidómetro por ahí? ¿Cuánto tiempo hay que ser feliz? ¿Y para qué sirve ser feliz? Creo que al final terminaré como todo el mundo…”.
Un ensayo de fondo con envoltura light, formato relatos, que indaga, a su manera, en la insondable cuestión de encontrarle o no un sentido de la vida. No reparando en que la vida (o no-vida) tiene sentido ya de fábrica, precisamente, porque acaba, desemboca en la mar manriqueña. La muerte da sentido a este valle de lágrimas sinsentido, rutinario, soporífero. Siendo conscientes de que tenemos un fin, ya que estamos aquí, habrá que rellenar ese hueco temporal. Por ejemplo, leyendo este libro, que seguramente también “habla de ti”, y que te anima, sacándote hasta la sonrisa-amarga, a tirarte por los bloques (del Campo del Sur): “Ojalá se pare el tiempo. Ojalá se acabe ya este puto invierno”.
Y los fans de Detergente Líquido (próximamente llegará un nuevo disco, el tercero) o Que bailen los demás, tienen en sus manos, por unos 13 euros, un mini-tratado novelado con esas ideas esenciales (que pudieron convertirse en más canciones, algo largas) que impregnan los temas pegajosos/bofetadas edulcoradas compuestos por el mismo Alberto Rodway, que tararean, corean y bailan en la intimidad y/o en los conciertos. Insensatos… El invierno acabará.