Una vieja fotografía
Autor: M. Ángeles Robles
Publicado en Diario de Sevilla 27 de enero de 2019
Una vieja fotografía puede contener el mundo. Puede alzarse como pretexto ineludible para reconstruir una historia de amistad, música, vino y literatura en una noche de fiesta que acaba por marcar un hito, que termina por constituirse en leyenda. En 1960, el polifacético y complejo artista, escritor y cineasta Jean Cocteau visitó la capital gaditana. Iba a inaugurar el XI Curso de Verano de la Universidad de Sevilla en Cádiz.
El entonces joven poeta gaditano José Manuel García Gómez (Cádiz, 1930-1994) fue uno de los encargados de servir de cicerone al escritor francés y, como mandaba la ocasión, se fotografió con él y con el también poeta argentino Mario Norberto Silva. Los dos jóvenes escritores, que participaban asimismo en los cursos de verano, habían trabado una amistad que se mantendría durante varios años por correspondencia. Los dos admiraban al maestro francés y en la instantánea se reconoce la exultante satisfacción de García Gómez y la apocada perplejidad de Silva.
Casi sesenta años más tarde Luis García Gil construye en La noche gaditana de Jean Cocteau una narración que mantiene un delicado equilibrio entre el ensayo y el relato de ficción, trufada de anécdotas, referencias literarias y evocadoras reconstrucciones históricas que tienen como centro aquella noche de farra simbólicamente representada por la vieja fotografía del álbum familiar.
Es también este libro el resultado de una doble fascinación: la que siente García Gil por el "creador absoluto y apasionado a la manera de los artistas del Renacimiento" que fue Jean Cocteau, "un espíritu libre" que no quiso "alistarse en ninguna bandera, en ningún credo estético"; y por encima de todo, la que el escritor gaditano siente por la figura de su padre como poeta y como hombre, como ser humano al que trata de comprender en su complejidad y en sus contradicciones, al que ama por encima de todas las cosas, al que perdió demasiado pronto, del que apenas pudo despedirse.
Como en el mito de Orfeo, que Cocteau recreara en su famosa película, el autor emprende su particular viaje para traer al presente la figura de su padre. Para encontrarlo, bucea entre los documentos que dejó tras su muerte. Durante muchos años no ha dejado de "dialogar con todo ese material acumulado donde se mezclan recortes con correspondencia privada o literaria y alguna que otra postal o felicitación navideña y algún que otro poema suelto, propio o ajeno".
Cocteau es su referente continuo, rastrear su huella es el pretexto. Encuentra el rastro del "príncipe de los poetas" en los libros que lee, en los cuadros que ve, en la música que escucha, en las películas que disfruta. Con tantas y tan variadas noticias, García Gil construye una tupida red tejida con los poderosos hilos de la memoria y de la imaginación. "De algún modo todo parece conectarse, de algún modo Cocteau llama a tu puerta en cada libro que lees de manera azarosa", asegura el autor.
Es también La noche gaditana de Jean Cocteau un vigoroso fresco del Cádiz de posguerra. Entre las páginas del libro toman cuerpo viejos personajes conocidos de la "ciudad trimilenaria", como recurrentemente la denomina García Gil: "locos del viento", boxeadores metidos a limpiabotas, bohemios fotógrafos, bailaoras, cantaores y viejas glorias locales. Asoma el Cádiz de los años 50 con sus almibarados cafés ya desaparecidos, con su tosca clase media, sus tertulias literarias, con sus pequeñas alegrías y sus enormes miserias.
En este escenario brilla con fuerza propia el escritor Fernando Quiñones, amigo de García Gómez, al que el autor trata con un cariño y una admiración conmovedores: "El peso de lo anecdótico perjudicó la valoración literaria de la cátedra pero Quiñones sobrepasó a muchos escritores gaditanos elevados a los altares que cultivaron la fama literaria en los salones dispuestos para tal cultivo", asegura García Gil.
Pero, sobre todo, La noche gaditana de Jean Cocteau es un libro muy personal, quizás uno de los más personales del autor. En él se rastrean muchas de las aficiones de García Gil: su amor por la música, por ejemplo, con referencias múltiples a Luis Eduardo Aute, sobre el que ha escrito e investigado largamente. También su pasión por la poesía, por esos poetas casi desconocidos, como Mario Norberto Silva, de los que rescata un poema valioso o un puñado de versos dignos de ser recordados.
Y por supuesto el cine que tanto ha frecuentado Luis García Gil como espectador, estudioso y escritor. Están las películas de Cocteau desde luego, pero también las de algunos de sus cineastas más admirados, como es el caso de François Truffaut. El autor consigue conectar todas estas referencias para construir su propia imagen de Jean Cocteau mientras establece un paralelismo con diferentes momentos de la vida de su padre. Luis García Gil se mira en ese espejo en el que "uno muere un poco cada día".
La noche gaditana de Jean Cocteau es un intento de conjurar el tiempo, de traer al presente el calor de los seres queridos, familiares o literarios, que se fueron para siempre porque los vivos recuerdo siguen ahí y sigue ahí "la foto que lo contiene todo: el tiempo de posguerra, el aguacero en París, los barrios porteños, la alegría desatada en las guitarras flamencas".
La indiferencia vital hecha libro. No cabía en otra canción
Autor: Dany Rodway
Publicado en Diario Bahía de Cádiz 13 de abril de 2018
“El mundo es un lugar extravagante habitado por personas desorientadas, que se desenvuelve dentro de una previsible rutina”. Esta sentencia aparece en algún rincón de ¿De dónde vienen las canciones tristes?, libro de relatos firmado por el gaditano Alberto Rodway (Cádiz, 1975) y publicado a principios de año por la editorial isleña Dalya que irremediablemente te hace rememorar aquel “monotonía de lluvia tras los cristales”. Es más, y esquivando todo el trasfondo de este verso machadiano, apenas hay sol entre estas páginas regadas de borrascas.
No es una obra sencilla de digerir, aunque por el contrario se lee con facilidad, se engulle. Prosa “ágil y actual”, se vende en la sinopsis. Sus catorce relatos breves comparten ADN, en este sentido, con las canciones de Detergente Líquido, la banda de pop en la que el propio Rodway está involucrado como covocalista, guitarrista y autor de los temas; unos temas cuyos ritmos y melodías agradables y pegadizos chocan con el existencialismo y desnorte que desprenden sus letras densas y cotidianas, nada comerciales, incómodas para sonar en radiofórmulas tras los grandes éxitos de Los caños o de Andy&Lucas. Como muestras: “todos diferentes e igual de perdidos / Confundir pereza con nihilismo / se hace habitual, es lo más natural. / Ni está bien, ni está mal, una cosa normal”; “quizá es que pienso demasiado / quizá es que pienso más que nadie / quizá pensando me hago daño / quizá pensando se hace tarde”; o “pero por más que escarbo entre tanta ruina no encuentro / nada más que las respuestas del Trivial”.
Para que haya respuestas, primero se deben hacer preguntas. Y este libro, directa o indirectamente, rebosa de ellas (véase el epílogo, a modo de colofón interrogante, por supuesto, sin aportar soluciones ni esperanza de haberlas). Catorce historias y/o escenas, algunas más cortas que otras (más consistentes las dos extensas, ‘Salgo a la calle’ y ‘Reptando bajo la lluvia’), que en esencia son una: personajes de andar por casa, solos aunque no lo estén, cobardes y hastiados, sin rumbo que se dejan llevar por la corriente (o a contracorriente), que pasan sus días masticando un eterno retorno ordinario y asfixiante que va a ningún lado.
Pensaba que era más sano comer verdura, y lo hacía, aunque no disfrutaba con ello. Lo hacía, aunque no disfrutaba con ello. John pensó que esa frase la podría aplicar al ochenta por ciento de su vida. Al noventa por ciento de su vida… (…) La gente caminaba hacia delante, hacia atrás o daban vueltas sobre sí mismos, pero siempre apretando el paso para llegar donde quiera que fuesen. John pensó que no iba a ningún sitio. Simplemente estaba allí. Caminando.
Como en el mito de Sísifo, protagonizan las historias hombres y alguna mujer (casi todas en primera persona, pero incluso las escritas en tercera no pierden del todo el ‘yo’) que es fácil imaginarlos ciegos y empujando ad eternum una roca hacia la cumbre, que vuelve a caer. El absurdo vital, un aburrimiento existencial que contagia la misma estructura de varios de los relatos, sucediéndose los hechos/pensamientos de forma repetitiva; e insistentemente recurriendo al humor ácido, cínico, amargo, grotesco, absurdo, un barniz a tanta resignación, estoica por momentos. Hasta las descripciones de acciones, personas o cosas se hacen tediosas, a veces.
Extremadamente autobiográfico, llegando incluso a la pornografía mental (o quizá la propia experiencia y su contexto solo son el punto de partida para componer estas secuencias ficcionadas e hiperrealistas, tanto que en ocasiones se pasan a la acera del surrealismo), ¿De dónde vienen las canciones tristes? podría considerarse un anti-libro de autoayuda. No busca complacer al lector, enseñarle un camino a seguir. Todo lo contrario, la cotidianidad que respira supone colocarle ante un espejo de comeduras de coco, esas que la ‘vida moderna’ y el capitalismo (entreteniéndote, drogándote, explotándote o manteniéndote al límite de la supervivencia) hacen que trate de guardar al fondo del cajón, que no tenga tiempo para ser consciente de su efímero y caduco paso por este mundo. Su sinsentido. Debe ser complicado mercantilizar una no-vida, esa que “carece completamente de instrucciones de uso”.
Y todo eso lo hace involuntariamente, ya que el propio autor reconoce que los textos ahora compilados “escritos exclusivamente para mí, hace ya tiempo, y no sé muy bien por qué me puse a hacerlo”, fueron en su momento un ejercicio íntimo de ayuda a “racionalizar las ideas de manera inconsciente, a resumir problemas y a comprender y fijar conceptos”, una especie de “masturbación literaria”.
Hoteles, putas y puteros, alcohol, lluvia y más lluvia y más lluvia, soledad, alexitimia, incomunicación, desgana, sordidez, partidos de fútbol de Segunda… cohabitan en estas páginas, sordas a lo políticamente correcto, con chuminos, gargajos procelosos, bocadillos de mortadela, ropa vieja y puchero, apios y berenjenas parlanchinas, y hasta la visita normalizada de un extraterrestre redentor, llamando al portón una noche de sábado cualquiera. Todo ello, con banda sonora, hay mucha música sonando de fondo, o al frente, o articulando algún relato. Música música (para el autor de estas narraciones, claro), y música comercial/industrial:
—Vaya pedazo de mierda de canción.
—Ya ves. Pues es el número uno.
—Pues habrá que ver el treinta y nueve. Pero si parece que la ha escrito un puto subnormal. O un rumano disléxico.
—No digas eso de los subnormales, hombre. Son capaces de mucho más que esto.
Alberto Rodway, ingeniero industrial de profesión (algo aparentemente tan poco conectado con la literatura o la música), con estos relatos/reflexiones en voz alta (y sus monólogos/diálogos) sin final o finales teñidos de insatisfacción (será que la vida nunca acaba bien), dignos de ser colocados para coger polvo en la estantería, a una distancia prudencial de obras de Kierkegaard, Dostoyevski, Sartre, Camus o el maestro Miguel de Unamuno, como en la mayoría de sus canciones (¿y estribillos?), comparte una sensación pesimista del vivir por vivir, una desesperanza presente (no tanto del pasado-infancia), que huye del futuro sin hacer nada entre tanto; como mucho alguna queja cínica y cobarde, desde lo particular a lo general, a la hipocresía social (“tenemos que participar en este gran engaño”). Sabe lo que viene, y vendrá. Se conforma, sin consuelos (salvo ¿la música y tocar?, ¿algún amigo? y, seguro, “tener la posibilidad de arrascarte un huevo tirado en la cama a media mañana cuando te apetezca”): “¿Y cómo sé si soy feliz? ¿Existe un felicidómetro por ahí? ¿Cuánto tiempo hay que ser feliz? ¿Y para qué sirve ser feliz? Creo que al final terminaré como todo el mundo…”.
Un ensayo de fondo con envoltura light, formato relatos, que indaga, a su manera, en la insondable cuestión de encontrarle o no un sentido de la vida. No reparando en que la vida (o no-vida) tiene sentido ya de fábrica, precisamente, porque acaba, desemboca en la mar manriqueña. La muerte da sentido a este valle de lágrimas sinsentido, rutinario, soporífero. Siendo conscientes de que tenemos un fin, ya que estamos aquí, habrá que rellenar ese hueco temporal. Por ejemplo, leyendo este libro, que seguramente también “habla de ti”, y que te anima, sacándote hasta la sonrisa-amarga, a tirarte por los bloques (del Campo del Sur): “Ojalá se pare el tiempo. Ojalá se acabe ya este puto invierno”.
Y los fans de Detergente Líquido (próximamente llegará un nuevo disco, el tercero) o Que bailen los demás, tienen en sus manos, por unos 13 euros, un mini-tratado novelado con esas ideas esenciales (que pudieron convertirse en más canciones, algo largas) que impregnan los temas pegajosos/bofetadas edulcoradas compuestos por el mismo Alberto Rodway, que tararean, corean y bailan en la intimidad y/o en los conciertos. Insensatos… El invierno acabará.
Entre la pachamama y la hipótesis Gaia
Autor: Mariano Rivera Cross
Extracto de la presentación en el Ateneo Escurialense de San Lorenzo del Escorial, 13 de marzo de 2017
En un momento histórico, tal nuestro período de los primeros compases del siglo XXI, donde lo relativo a fundamentos, teorías, e incluso leyes políticas ecológicas se imponen en la conciencia y forma de vivir ética del hombre postcontemporáneo, como una necesidad por supervivir y al mismo tiempo como una necesidad por encontrar las esencias de los orígenes de la vida en nuestro planeta, con el fin de comprenderla y amarla, se hace necesario e imperativo la aparición de un poemario donde se nos ofrezca la comunión de la Tierra con el Hombre, desde una doble perspectiva: a) la telúrica y mítica, heredada de los antepasados indígenas andinos, tan adscrita a nuestra historia del descubrimiento, colonización y civilización de las Américas, la que podíamos llamar la Pachamama protectora, y b) la científica y actual hipótesis Gaia, emitida por el científico inglés Lovelok en 1969.
Y, precisamente, “Terra Sum” del poeta Manuel Saborido, es el libro de poesía que nos calma la ansiedad de sabernos inmerso en el profundo y bello misterio de la vida en la Tierra.
Ante una estructura, magníficamente orquestada, semejante a las múltiples y diversas partes vibrantes de la Sinfonía Nº 9, en Mi menor Op.95 “Del Nuevo Mundo” de Antoni Dvoràck, el lector va a tener la posibilidad de escuchar los consejos de su madre Tierra, de pedirle protección en el silencio y en la oscuridad del vacío escéptico de la nada, y, al mismo tiempo, unirse a la voz de la denuncia, de la crítica ecológica por mantener y resucitar la semblanza, la caricia, el color y el calor de las manos telúricas y maternas de la tierra, como y madre y diosa.
Poemario escrito con versos blancos, alejandrinos y endecasílabos. Confiriendo esta variedad de versos al libro un ritmo a un tiempo melodioso y sentencioso. Ajustado a ese doble sentido significativo, por una parte, de ternura, amor y protección, y de otra, denuncia ante el alejamiento del ser humano del origen telúrico de, su existencia, acarreándole tantas injusticias, angustias, soledades y horizontes futuros nada halagüeños.
De la poesía de la experiencia a la de los Novísimos, Manuel Saborido sobresale en el panorama de la poesía actual en lengua española por su vitalismo personal, por no pertenecer de manera fidedigna a ninguna corriente establecida. A Manuel Saborido le identifico en el panorama poético de principios de nuestro siglo, como islote del archipiélago llamado POESÍA (revista Ínsula nº: 124. Amparo Amorós), al que ha llegado en su afán de libertad, de no estar atado a corrientes poéticas.